Hay ciudades que son acogedoras como Lisboa, guapas como Madrid, incansables como Nueva York, sensuales como Fortaleza. También las hay espeluznantes, como Juliaca.
Llegué ahí con mi mujer, mis cuatro hijos y la nana de la más pequeñuela. Fue durante unas vacaciones de medio año, en que salimos de Lima para recorrer por tierra los Andes del sur del Perú. Íbamos en nuestra camioneta, atiborrada de maletas y pertrechada de un pequeño pero efectivo devedé, que hace más llevaderos los viajes largos a los niños. La nuestra era una aventura de vacaciones, y veníamos de recorrer Nasca y sus líneas enigmáticas, Abancay y sus paisajes fotogénicos, Machu Picchu y sus ruinas ancestrales, Ayaviri y sus vacas mantecosas, Lampa y sus calles de postal. El destino final era el Titicaca, el lago navegable más alto del mundo, y hacia él nos dirigíamos cuando tropezamos con Juliaca. (Porque uno no se encuentra con Juliaca. Uno se empotra contra ella). Ésta es una ciudad andina, del departamento de Puno, con poco más de doscientos mil habitantes y a la que la cercanía del cielo (cuatro mil metros de altura) no le ha conferido ningún aspecto celestial. Al revés. Es una suerte de purgatorio que los viajeros deben recorrer obligatoriamente cuando se mueven entre Cuzco, Arequipa, Puno y Bolivia. Un pasadizo del averno.
Juliaca parecía una creación de Stephen King luego de una mala siesta. Bulliciosa. Maloliente. Caótica. «¡Coño, y ahora cómo hago para salir de aquí!», fue mi primer pensamiento al sentirme engullido por ese lugar. Su ornato era como el arameo que hablaba Cristo. Algo que no entiende nadie. Macarena, mi hija de diez años, anotó en un cuaderno que llevaba consigo: «No-hay-ciu-dad-más-fe-a-que-Ju-lia-ca». Lo hizo en voz alta y marcando las sílabas. Afuera las pistas eran intransitables. Las calles estaban atiborradas de una turba de conductores de carretillas que se zurraban las luces rojas de los semáforos, como si hubiesen sido inmunizados contra ellas. Las señales viales, cuando aparecían, guiaban hacia ninguna parte. El letrero de «salida» no asomaba por ningún lado. Las autoridades parecían mimetizadas con esa anarquía. Un policía pícaro me detuvo, arguyendo que me había pasado una luz roja y luego me pidió dinero para una gaseosa. Lo peor: no me indicó el camino de salida.
El tiempo transcurría y las callejuelas superpobladas por carretillas seguían apareciendo, llenas de bicicletas, mototaxis y vendedores que invadían las pistas con sus productos. Al preguntar por la salida, la gente señalaba con un dedo hacia cualquier sitio. Desesperado, le pregunté adónde iba a un hombre que esperaba en la parada de un autobús. Se inquietó por la pregunta. Iba a su trabajo en la fábrica. Ofrecí llevarlo y, aunque al principio me miró con recelo, aceptó después de saber que no le iba a cobrar por el transporte. Sólo tenía que indicarnos la salida de Juliaca. La fábrica está en el camino a la salida, dijo él. Mi hijo mayor gritó de contento. Mi mujer dijo: «¡Por fin!». Y Macarena escribió: «Nun-ca-sen-tí-más-a-li-vio-cuan-do-sa-lí-de-Ju-lia-ca». Éramos como robinsones hacia el final de nuestro naufragio. O algo así. Mirar a Juliaca por el espejo retrovisor y verla cada vez más lejos y más lejos fue, definitivamente, una experiencia zen. Sin embargo, ese lugar me perseguiría como una maldición. Y no exagero.
***
De vuelta en Lima, escribí sobre ese viaje en un periódico. Y a Juliaca sólo le dediqué un párrafo. Apenas cuatro líneas. Lo suficiente para que los juliaqueños me convirtieran en enemigo de su ciudad y exigieran una rectificación. Querían que escribiera un nuevo artículo reivindicatorio, a página entera, bajo el título: «Perdón, Juliaca». El sindicato de canillitas no trabajó un día en gesto de protesta. Esgrimían que había ofendido a la «Perla del Altiplano». ¿Acaso se daban cuenta de la ironía?
Pero la cosa no quedó ahí. La Cámara de Comercio de Juliaca publicó comunicados para recusar mis opiniones. Los programas políticos de la radio y la televisión de Juliaca lanzaron incendios contra mí. La municipalidad de la ciudad me declaró persona no grata. El alcalde anunció que me demandaría por cincuenta millones de dólares. Los congresistas de la región presentaron una moción de protesta y reclamaron mis públicas disculpas. Cientos de pobladores salieron a las calles portando banderas y quemaron muñecos que tenían mi nombre. Un niño rabioso, con una mirada de ésas que cortan, recitó un poema coprolálico en medio de la plaza de armas y me retó a enfrentar a la turbamulta. Y en este plan.
Los ataques duraron cerca de un mes, en el que no dejé de recibir correos irreproducibles y amenazas. Hasta que, de pronto, un inopinado fenómeno celestial zanjó este zafarrancho de combate. Un enorme meteorito atravesó la atmósfera a unos veinticuatro mil kilómetros por hora y cayó muy cerca de Juliaca. El forado que dejó era espectacular: seis metros de profundidad y unos treinta de diámetro. Un verdadero milagro. De súbito, los juliaqueños se olvidaron de mí. Y por unos cortos instantes, volví a creer en dios. Y a este dios, el dios del meteorito, le ofrecí que nunca más en esta vida iba a volver a Juliaca. Eso sí, y que conste en actas, le recriminé por haber errado el tiro.
Extraido de: http://etiquetanegra.com.pe/